Hasta el jueves 11 de marzo yo apenas prestaba atención a las noticias que llegaban de China y de Italia sobre un virus muy contagioso. Algunos lo comparaban con una gripe un poco más fuerte de lo normal, y yo escogí quedarme con esa analogía. Aunque no fuera plenamente consciente de estar escogiendo, la realidad es que lo estaba haciendo. Escogí no abrir los ojos. Por miedo, imagino. Pero ese jueves todo cambió porque nos informaron, como a todo el país, de que a partir del lunes día 15 se cerraba casi todo. Entre otras cosas, el polideportivo municipal. Por tiempo indefinido. Y ahí empezó mi crisis particular: el cierre del polideportivo significaba que no podría ir a nadar. Practico este deporte desde hace solo unos meses, pero desde entonces, y hasta el 11 de marzo, nadaba entre cinco y seis días a la semana. Soy nadadora. Es así. Mi cuerpo ha respondido a este deporte como nunca lo ha hecho con ningún otro, y nadar a diario es casi una necesidad para mí. Casi.

Hoy es día 6 de abril. Hace dos o tres semanas, ese “casi” no habría formado parte de la frase, pero hoy se me antoja imposible decir categóricamente que algo así es necesario. Es sano, es importante, es divertido. Pero no imprescindible. Muchas cosas han cambiado en menos de un mes. Entre ellas, el hecho de que ahora soy voluntaria de la Cruz Roja y dedico unas horas a la semana a hacer llamadas a personas a las que, por una razón u otra, se considera que son más vulnerables. La gran mayoría de las personas a las que llamo, tienen setenta o más años, y muchas viven solas, a veces en pueblos aislados donde ni siquiera hay vecinos con los que charlar un rato de ventana a ventana; o con los que aplaudir, desde el balcón, el trabajo de las personas que tanto se esfuerzan para que podamos salir de esta crisis lo antes posible. De ahí que entre los objetivos de las llamadas, además de los obvios (comprobar si están bien de salud y/o si tienen alguna necesidad que Cruz Roja pueda subsanar, informar acerca de las medidas de higiene y prevención contra el COVID-19, etc.) figure el de ofrecer compañía a la persona que está al otro lado de la línea.

Muchas llamadas se acaban en cuestión de dos o tres minutos. En algunos casos, porque enseguida queda claro  que la persona en cuestión tiene prisa por colgar (a lo mejor la has pillado cocinando o a lo mejor simplemente no le apetece hablar, contigo o con nadie, o no lo necesita); pero otras veces las palabras se suceden y las conversaciones se extienden. Te hablan de su vida, de sus hijos e hijas, de sus miedos, de la soledad que sienten a veces a pesar de estar bien atendidos porque su familia y amistades les llevan comida, los llaman continuamente y les transmiten lo mucho que los quieren de todas las formas posibles. Pero hay demasiado tiempo para pensar cuando uno tiene que estar encerrado tantas horas, tantos días; y es muy fácil que la tristeza se deslice en nuestra vida diaria, casi sin que nos demos cuenta. Ahora lo sabemos.

Por todo ello, quiero pensar que estas llamadas que hacemos, yo y tantos otros, significan algo; aportan un toque de ánimo, de esperanza, a las personas que están al otro lado del teléfono. Aunque solo nos conozcan por nuestras voces y nuestros nombres.  Aunque nosotros mismos estemos re-ubicándonos, redefiniendo nuestros “casi” y nuestras prioridades; acostumbrándonos a una nueva realidad; y descubriendo que somos tanto o más vulnerables que las personas a las que tratamos de ayudar.

Carla López Piñeiro
Spanish Red Cross
April 7, 2020